DE LA LIBRETA DE CHAVARRI
Desde Valencia y desde Mallorca mis familiares y amigos me
preguntan por las bombas. Se imaginan que mi vida peligra
constantemente por razón de mi trabajo, que me obliga a moverme de un
lado a otro. Son tantas las noticias alarmantes que se publican sobre ellas, las
que explotan y las que son halladas antes de estallar, que unos y otros creen que en
Barcelona se libra una guerra civil y que es una ciudad arrasada,
con transeúntes recelosos de salir a la calle que huyen despavoridos a la más mínima señal
de peligro. Piensan que la revolución está próxima y tiemblan por el contagio.
Es cierto que en los últimos meses han sido detenidos sujetos con cartuchos de dinamita, bombas de mecha, de pera, de hierro colado y también de las llamadas de inversión. Es cierto que se han descubierto varias bombas en edificios de las Ramblas y del Ensanche. Es cierto que han explotado algunas en casas particulares y en la iglesia de Belén provocando heridos y estragos de mayor o menor consideración.
Son muchos los que sospechan que no todas son obra de los anarquistas, sino de la propia policía siguiendo órdenes del gobernador González Rothwos, interesado en la represión y descrédito del movimiento, pues anarquistas peligrosos no hay tantos, siendo mayoría quienes se decantan por crear asociaciones para predicar La Idea y no por la acción directa. Además, en las cárceles hay decenas de presos, como Biscarri, Ramírez, Oliver y un tal Rull, al que llaman El Cojo de Sans.
De ahí a pensar que los ácratas se han hecho los dueños de una ciudad tan grande, tan viva y tan cívica, media un abismo. La vida urbana no se trastoca: aprendices y mozos, obreros y oficinistas, capataces y patronos acuden a sus talleres y fábricas con diligencia marcada por relojes y sirenas; los niños juegan, saltan y corren en calzadas, parques y jardines; las jovencitas aprovechan las bondades de la estación primaveral y pasean con sus galantes novios y sus rígidas carabinas; las calles, los comercios, los cafés, los teatros se llenan y se vacían siguiendo los ritmos cotidianos, bombeados por un corazón que se siente y no se ve.
Así que les digo que la ciudad no puede morir porque sus vecinos, que son su sangre, no están dispuestos a que así sea.
Y les escribo: “¿Acaso vendría el rey a Barcelona de no saber que es una plaza segura?”