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Libro primero

LA HABITACIÓN ROSA

 

 

                                       “Ya es la hora”, se dijo el                      mayordomo después de mirar el gran         reloj de pared. Sin hacer el menor ruido, el servidor       entró en la habitación en penumbra y se aproximó, esquivando una mesita y dos recios butacones, a una cómoda de caoba con cariátides de bronce en los montantes. Abrió uno de los cajones para extraer un pulverizador de cristal, se paseó por la cámara apretando la perilla de goma y el perfume francés empezó a ahuyentar los malos sueños y el profundo olor a sexo. A continuación, se acercó a las cortinas y las descorrió despacio para que sin violencia entrase la claridad de la calle. Afuera, bajo un despejado cielo azul ultramar que presagiaba un hermoso día de primavera, los primeros carros atravesaban ruidosamente la avenida, un tranvía lleno de obreros, que se dirigían hacia los talleres y fábricas del Casco Antiguo y Pueblo Nuevo, cruzaba la plaza de Cataluña, y una compañía de caballería, los caballos y las mulas al paso, se perdía en dirección a Sarriá.

El mayordomo se acercó al lecho para despertar a la muchacha, que dormía arrebujada entre sábanas de hilo, y le sacudió el hombro. Era muy joven, casi una niña, como todas las que habían pasado por la habitación rosa y, una vez más, agradeció a Dios que su hija no fuera tan agraciada, quizá por ello se había librado de los peligros que la hubieran acechado y llegaría virgen a sus próximos esponsales. Bien era verdad, pensó, que tampoco su futuro yerno era un adonis: más esquelético que flaco, unas horribles barbas de chivo y unas arrugas bien marcadas le conferían un aspecto feroz. Por más vueltas que le daba no podía entender cómo el tal Romeu, del que las malas lenguas decían que había vivido la bohemia en París, tenía completamente encandiladas a su hija y a su mujer.

El mayordomo le susurró que se levantara en silencio y se vistiera en la cámara contigua, pues el señor no debía hallarla en el dormitorio al despertarse. Como la muchacha parecía hallarse a medio camino entre sueño y realidad, tuvo que repetirle la orden. Entonces ella debió de recordar alguna escena de la vigilia porque, percatándose de su desnudez, se cubrió pudorosamente el cuerpo con las sábanas de encaje.

El mayordomo la había aleccionado conveniente-mente la noche anterior: “Será el señor quien la desvista. Cuando el señor empiece a besarla, no tenga miedo, baje los ojos y déjese hacer todo lo que el señor desee”, le dijo levantando el dedo índice. “Mas un consejo le doy, señorita: no lleve nunca la iniciativa, ya que al señor le gustan las mujeres pasivas y carentes de imaginación. La señora que me la ha recomendado afirma que usted es completamente inexperta en estas lides. Si eso es cierto y por la mañana resulta que se ha comportado como una chica obediente, se le recompensará con generosidad y se le volverá a llamar, téngalo en cuenta.”

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