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CUENTOS DENSOS (II) 

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Escultura del Centro Pompidou, París. Fotografías: Jorge Navarro Pérez

ME IMAGINO A MAMÁ

VISIBLEMENTE NERVIOSA

 

 

     Me imagino a mamá visiblemente nerviosa mientras estudia los rasgos del hombre que se sienta al otro lado de la mesa, rodeado de carpetas, folletos, libros y teléfonos.

     -¿Qué le ha parecido? -pregunta con un hilillo de voz.

     El hombre chasquea la lengua, se quita las gafas y mira directamente a los ojos de mamá.

     -Tráigala dentro de diez años y entonces puede ser que la publiquemos.

     Mamá abre exageradamente los ojos como si no acabara de comprender lo que acaba de escuchar.

     -No le entiendo, seguro que no ha leído nada mejor en su vida -afirma rotundamente.

     El hombre coge el grueso volumen (más de mil quinientas páginas a un espacio) y dice:

     -Le seré sincero ya que mi horóscopo de hoy me aconseja que no mienta. La verdad es que no la he leído y dudo que alguien en esta editorial o en cualquier otra quisiera atreverse a intentarlo.

     -Esto es increíble -dice mamá molesta-. Tiene una obra maestra entre sus manos y seguramente no la ha abierto para saber cómo empieza. No puedo creerlo, la verdad.

     -Mire, señora, seamos francos. Esto es un negocio -explica abriendo ahora las manos como si pretendiera abarcar todo el espacio de la sala-, una empresa en la que operan las leyes de la oferta y de la demanda. Hoy, mi querida señora, la demanda pide... ¿qué digo pide?, exige determinados productos: novelas policíacas, realismo sucio, obras de erotismo light. No niego que mañana ese mismo público busque en las estanterías enrevesadas historias de amores imposibles y, dentro de diez años, no le digo que no, se volvarán a poner de moda novelones de denuncia social, como el de su hijo, y escritos existenciales y filosóficos. Pero hoy, señora, compréndalo, el comprador únicamente desea que las novelas exuden emoción, sangre y sexo a raudales, mientras más emoción, sangre y sexo, mejor.

     -Perdone que le interrumpa, señor editor. Verá usted, mi hijo es un genio, y lo que le digo no es amor de madre, créame. A los dos años sabía leer y escribir perfectamente, y a los seis nos obligaba a su padre y a mí a que le trajéramos de la biblioteca obras de Faulkner y Joyce. Tuvimos que mudarnos de casa a los doce, porque el niño empezaba a apilar libros en el cuarto de baño. Y, ¿sabe cuándo acabó la primera carrera? Pues la terminó a los dieciséis, una edad en la que otros chicos apenas se plantean qué es lo que van a ser en la vida.

     Mamá hace una pausa teatral para dar más enfasis a lo que va a decir a continuación:

     -Mi hijo es muy bueno escribiendo, estoy absolutamente convencida de ello. Pero ya no sé a quien acudir para lograr que le publiquen el maldito libro. Y es que después de concluirlo, de esto hace ya casi un año, se empezó a desanimar porque los elogios de sus profesores, tras enviar ejemplares a varias editoriales, no acababan de traducirse en algo concreto. Desde entonces, cada vez que intenta volver a escribir, siente que las ideas y las palabras le rehuyen como si fuera un apestado, y no ha dejado de sufrir depresiones e insomnio. Un psicólogo argentino amigo nuestro -al llegar a esta parte de la narración seguramente mamá estalla en sollozos- nos advirtió que debíamos actuar con mucho tiento, pues numerosas personas que sufren esta enfermedad acaban suicidándose. Y tenía razón, lo ha intentado en varias ocasiones durante los seis últimos meses. Sé que se matará si no hago nada por evitarlo.

     Mamá abre el bolso y extrae un pañuelo para enjugarse las lágrimas.

     -Discúlpeme -musita casi sin voz-, me han traicionado los nervios.

     El editor se la queda mirando y da un suspiro.

     -Es usted la que me tiene que perdonar, he sido demasiado brusco y lo siento. Pero hágase cargo, cada día recibimos toneladas de paquetes conteniendo obras maestras, ya no nos caben en los almacenes de la editorial. Soy consciente que, si las leyéramos todas, nos asombraríamos de la gran cantidad que tienen calidad suficiente para ser publicadas y que muchas pasarían a los anales de la literatura. Pero, compréndanos, no podemos aceptar todo lo que nos llega, nos arruinaríamos a los dos días. Además, el mercado se saturaría más de los que está. El mundo editorial debe de ser el único en el que no se cumple la máxima de que "el saber no ocupa lugar", ya que las novedades dejan de serlo a los pocos días y los libreros las devuelven para dejar sitio a las nuevas. Tiene gracia, ¿no?

     Entonces el hombre, algo nervioso y con gesto de preocupación, mira por la ventana y le comenta a mamá:

     -El caso es que soy lo suficientemente rico como para jubilarme y, en cambio, sigo en este maldito negocio porque lo llevo en la sangre y me gusta. Quizá sea que a todos nos encanta jugar a ser Dios, decidir qué es lo que está bien (es decir, quién se merece tener una porción de fama) y qué es lo que está mal, condenando a su autor al ostracismo más absoluto.

     Se da la vuelta y, mirando ahora a mamá, le pregunta:

     -¿No se ha parado a pensar, mi querida señora, por qué los despachos de todos los editores que ha visitado se encuentran en los rascacielos más elevados de la ciudad? Pues yo se lo diré: así creemos estar más cerca del cielo y ser tan infalibles como el Papa.

     El hombre se le acerca y le comenta después de dejar transcurrir unos segundos:

     -Mire usted, dentro de unos minutos tengo una reunión muy importante, extremadamente importante -remacha mirándola fijamente a los ojos-. Haremos una cosa. Usted sabe que podría decirle ami secretaria que no la dejara volver a entrar aduciendo una excusa cualquiera: que no estoy, que estoy reunido, que me ido a hacer un safari a la estepa rusa, por ejemplo. Pero eso no será necesario porque lo que haremos será lo siguiente. Usted me deja nuevamente el manuscrito y yo intentaré leerlo, se lo prometo. Dentro de un mes, quizás algo antes, la llamaré para darle una respuesta definitiva, ¿qué le parece?.

     Sin esperar a que mamá le diga que sí, la acompañará hasta la puerta sonriendo forzadamente. Pero antes de despedirla le dirá que le envíe una foto mía por correo para por la contraportada del libro, por si acaso.

 

     -Así, Carlos, me imagino la escena. Al cabo de un mes, quizás algo antes, la llamará para decirle que sí, que le ha gustado muchísimo y que me publicará el libro. Ahora sólo tengo un  pequeño problema. Y ahí es cuando entras tú -me dice.

     -¿Yo? ¿Qué he de hacer? -le pregunto.

     -Nada, poca cosa. Únicamente me has de ayudar para convencer a mamá de que tengo instintos suicidas.

YO ESTOY JUNTO A LA ORILLA

COMPLETAMENTE DESNUDO

 

     Yo estoy junto a la orilla completamente desnudo. Aunque a simple vista parece que duermo, puedo escuchar perfectamente cómo las olas rompen cerca de mis pies y, entrecerrando los ojos, ver las velas blancas que se deslizan mansamente a lo lejos, el sol que todavía no ha llegado a lo más alto, la playa desierta, aparentemente sin vida.

     Al cabo de unos minutos diviso dos figuras que se aproximan. Son dos muchachas en biquini que pasan junto a mí sin detenerse. Una dice al verme, la puedo oír perfectamente: "No me gusta, está algo gordo". "Está muy  bueno", le dice la amiga mordiéndose el labio, y yo siento su mirada de deseo mientras se alejan.

     Debió pasar algún tiempo porque me sentí muy sólo hasta que se acercaron dos mujeres de mediana edad.  Una de ellas se detuvo y se despojó de su bañador, porque, según le dijo a la otra, si en una playa veía a alguien desnudo, ella y su marido no dudaban un segundo en quitárselo. "¿Qué te parece?", le preguntó a la amiga cuando llegaron hasta mí y se detuvieron a observarme. "Lo encuentro muy interesante, pero los prefiero más jóvenes". Se fueron repasando la lista de sus respectivos amoríos y porfiando sobre la edad del amante ideal.

     No las había perdido de vista cuando escuché nuevas voces. Eran dos ancianas que venían hablando de sus cosas. "¿Qué vas a hacer?", preguntó la que llevaba un pañuelo anudado al cuello. La otra no dijo nada, sólo se me acercó y suspiró mientras me acariciaba dulcemente los glúteos. Después me dio un beso dulce en la frente. "Estás loca, podía haberse despertado", le recriminó la del pañuelo mientras se distanciaban a pequeños pasos.

     Algo más tarde llegaron hasta mí un grupo de estudiantes atravesando la playa. Deduje que debían ser de la facultad de Bellas Artes, por la edad y porque plantaron sus caballetes y abrieron cajas de pinturas. "Ahora vamos a practicar la figura humana y el desnudo". La profesora era una mujer morena que con sus grandes gafas miraba inquisitivamente los bocetos y daba consejos a manos que se movían nerviosas sobre los lienzos. "Bien, bien", iba diciendo, hasta que reparó en una alumna que debía tener problemas con una parte de mi anatomía. "Tienes que dibujarlo todo y no dejar zonas sombreadas", le insistió. La muchacha borró algo la mancha oscura pero en una segunda ronda la profesora lo advirtió y, enfadada, se acercó a mí, se agachó, me cogió el pene con dos dedos por el glande y, mirando a la joven, le ordenó: "Ven aquí. ¿Ves cómo es? Tócalo sin miedo, mujer, que no te va a morder". La muchacha me lo cogió con temor y estudió sus formas durante unos segundos. "Anda, ahora vete y dibújalo bien". Transcurrirían dos o tres horas antes de que dieran la sesión por terminada, recogieran los trastos y regresaran por donde habían venido. Pero antes de marcharse la joven sacó una pequeña cámara del bolsillo y me hizo una foto, seguramente para enseñársela a sus amigas o a su madre.

     Faltaba poco para que llegaras tú cuando aparecieron dos hombres en bañador. Al verme se acercaron y el más viejo me tomó el pulso. "Creo recordar que este joven ha estado en mi consulta", dijo. "Tiene los pies egipcios, ¿ves? Pues no, no está muerto", añadió con fastidio. Los dos hombres se marcharon hablando de enfermedades de los pies y de pacientes extraños.

     Por fin viniste a la hora convenida. Me preguntaste, Clara, si tenía frío porque la luz estaba desapareciendo por el horizonte. Me estabas abrazando para calentarme con tu cuerpo, ¿recuerdas?, cuando surgió, de repente, en medio de la oscuridad, un caballo blanco que casi se nos echa encima, el jinete se nos quedó mirando, extrañado. Así, contemplándonos fijamente, permanecimos los cuatro unos instantes hasta que el hombre tiró de las bridas del caballo y se alejaron al galope.

     "¿Qué tal ha ido?", me preguntaste.

     "Ha sido una experiencia interesante", te dije, "pero esta noche las quemaduras no me dejarán dormir".

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